Abanicos
Parafraseando a Gila (y, de paso, demostrando lo vasto de mi bagaje cultural -¿o era basto?), cuando decía que el jersey es esa prenda que las madres ponen a sus hijos cuando ellas tienen frío, diré que el abanico es ese adminículo con el que te da aire el que se sienta a tu lado cuando él/ella tiene calor.
Que vale, no digo nada si la acción transcurre bajo un sol como el de este verano, que parecía que se habían dejado la puerta del horno abierta, pero es que a veces... Porque están esos sitios (a los que desde estas páginas me ofrezco para dar cursillos -bien de precio- tipo “El termostato, ese amigo” o “¿Hay vida más allá de los 0ºC?") en los que, a pesar del efecto matrix que produce en las personas el choque del aire acondicionado al entrar, no te libras del simpático abanicador de turno.
Curioso aparato el abanico, socialmente hablando. No, no voy a tratar de su simbolismo gestual, más que nada porque lo desconozco totalmente (pues sí, va a ser basto, lo del bagaje). Lo aviso para que la próxima vez que me veáis no se os ocurra poneros en plan
“le voy a decir a Cristina disimuladamente que me dé un vaso de agua”, porque seguramente sólo conseguiríais esa bonita expresión idiota, que me sale tan de natural, de
“pero qué hace este loco con el abanico, que le va a dar a alguien”. Y deshidrataros, claro.
Pero, bueno, a lo que iba, abanico y sociedad. El otro día, yendo para casa en el tren (sí, ya sé, o cambio de vida o cambio el título del blog), fui testigo de un espectáculo muy interesante para mi otro yo sociólogo (sí, hombre, ése que no tengo). Se subió una señora (muy pija ella), se sentó a mi lado y se puso a darse/me aire. Yo venía de despedir a cierto Él y, con la pena y esas cosas, andaba absolutamente ensimonada (dándole conversación al mono del organillo, vamos), por lo que al principio no me percaté.
A veces, cuando oigo el despertador, intento despistarle incorporando el
tí-tí al sueño que me ocupa en ese momento (fingiendo que es el busca de Keanu o que Liam llama a la puerta, por ejemplo), pero eso que llaman cerebro (y que parece ser que también tengo) siempre acaba
jodien reaccionando y me devuelve al fascinante mundo de la vida real. Pues eso fue más o menos lo que pasó; poco a poco me fui dando cuenta de que ni ese persistente
chec-chec-chec lo producían los besos que Él me tiraba, ni ese airecillo era provocado por Sus encantadores pestañeos.
Abrí los ojos y me removí en el asiento (un poco mosca), justo a tiempo de ver que otra señora (no tan pija y bastante más oronda) se sentaba delante de mí, aparato en mano. Cruzó una mirada retadora con la primera, abrió el abanico (
rassss) y empezó su propia sintonía de
chec-checs. La de mi lado no se amedrentó y, cogiéndolo con más fuerza, avivó el ritmo.
Lo que siguió fue digno de ser relatado por algún profesional de las retransmisiones de fútbol; d (la de delante) aceleró los manoteos, l (la de al lado) los hizo más cortos pero más intensos; d frunció el ceño, casi sacó la lengua y (en un gesto de
”desde aquí también sé, sígueme si puedes”) se alejó el abanico de la cara y amplió su recorrido; l, con los nudillos blancos por el esfuerzo, se lo acercó aún más y (sin atisbo alguno de temor ante la posibilidad de darle a su preciosa naricilla marca cirujano osea) embaló su juego de muñeca. La lucha fue encarnizada y parecía que iba a quedar en tablas, pero, de repente, vi que una gota de sudor comenzaba a resbalar por la sien de d, que empezó a perder la regularidad. Su abanico aleteó un poco más, perdiendo precisión, y, mirando a l con cara de
”no me rindo, es que me tengo que bajar”, cerró enérgicamente el abanico (
catarrassssct), se levantó y se fue hacia la puerta con gesto digno (que aún faltaran sus buenos 5 minutos para llegar a la próxima estación y que al bajarse se quedara en el andén, consultando los próximos trenes con aspecto despistado, no pareció mermar su digna autoestima).
Entre el claro triunfo y el fresquito que hacía en el vagón, pensé que l dejaría de echarme ácaros y virus a la cara a golpe de remolino, pero no. Con esa mirada de
”ja! aún me quedaba cuerda para rato” siguió dándole al
chec-chec-chec el resto del viaje.
Decidí relajarme, cerrar los ojos y decirle al mono que le diera cuerda al organillo, aún quedaba tiempo para soñar hasta llegar a casa.