Ridículo
Ya comenté una vez por aquí que soy alta. “Bien –diréis- y?”. Bueno es que no es solamente que sea alta, claro, esto en sí no sería demasiado problema. La cuestión es que toda yo soy miembros. Tengo las piernas largas, los brazos largos, las manos largas, la nariz… (eh! quién ha dicho nariz? qué tiene que ver la nariz con lo que estoy contando?).
Supongo que quien no me conozca, al leer esta descripción puede estar imaginándose a una Elle McPherson contoneándose con porte felino. Bueno… no es que yo… pero… es que... no es eso exactamente. Si hay algún adjetivo que se pueda aplicar a mis movimientos no es precisamente grácil. Digamos, para que os hagáis una idea, que vendría a ser más bien como Frank Spencer, el protagonista de “Some mothers do 'ave 'em”.
Esto ameniza mi día a día con algunos problemillas y me pone en situaciones que podríamos llamar ridículas, aunque yo –si no os molesta- prefiero llamar “incompatibles físicamente”. Una de estas situaciones se produce en el binomio cristina/coche (coche de los demás, claro, que yo no tengo). Me gustaría conocer algún día al hombrecito que diseña los coches y cambiar impresiones con él, a lo mejor el pobre no sabe que hay vida ahí fuera.
Bien, a lo que iba. El primer asunto es entrar en él (en el coche, no en el hombrecito). Abro la puerta y aparece mi asiento allí abajo, en lontananza. Entre como entre, incluso utilizando todos los músculos que se me ocurren como retenedores (largamente entrenados en los baños públicos), el resultado final es el pataplof de mi cuerpo contra el cuero, la lona o lo que sea del asiento, con el consiguiente efecto “cielos-este-barco-se-hunde” que deja al coche tambaleándose peligrosamente de un lado para otro (igual os reís, pero he visto a más de un pálido amigo abrazándose al volante con ojos disimuladamente despavoridos).
Después del subsiguiente moratón en la pierna, regalado por el amable amigo que recoloca el asiento delantero deduciendo, equivocadamente, que en los tres minutos que han pasado he tenido tiempo suficiente de introducir mis dos piernas y replegarlas mínimamente, viene el acomodamiento. Creo… bueno, no, estoy segura de que en el suelo de la parte delantera de todos los coches hay nidos de algún animal en peligro de extinción que nadie puede pisar, lo que les lleva a ellos a echar el asiento más y más para atrás y a mí a buscar ubicación para mis extremidades inferiores, que normalmente acaban echándose bastante de menos la una de la otra.
Habitualmente, justo cuando el coche emprende la marcha -conmigo detrás cual anuncio de una escuela de yoga- es cuando me doy cuenta de que el frío inicial se ha ido acobardando (quizás debido a que el chofer ha puesto la calefacción, posibilidad con la que yo no había contado) y de que no me he quitado la chaqueta. [Este espacio lo voy a dejar en blanco, se supone que esta entrada no es para promover la venta de prozac…]
Bueno, pues ya me tenéis en ruta, toda yo encajada en este coche miseria y rezando para que en el trayecto no haya muchas curvas. Sí, ya sé que encima de las ventanillas laterales hay un asa para no avasallar al compañero de viaje pero ¿se os ha ocurrido pensar qué pasa si te sujetas a ese asa con un brazo de 2,50m? La primera curva es... divertidísima, porque me agarro confiada y relajada, lo que me lleva a obtener una fantástica vista desde la ventanilla del otro lado y a comprobar cuán rápido es el conductor en re-estabilizar el auto y cuánto se tarda en despegar una nariz que ha hecho ventosa en un cristal. El resto del viaje me limito a clavarme el codo en las costillas y a mantener el rigor mortis a cada conato de curva, por si acaso, lanzando sonrisas crispadamente relajadas desde las dos columnas que son mis piernas “no, si voy cómoda, gracias”.
Yo no sé por qué me cansa tanto viajar.
Pero en esta vida nada es eterno. Y tarde o temprano termina el viaje. Respiraréis aliviados ¿verdad? Mmm… queda otro tema: desincrustarme del coche. Si el viaje ha sido largo, se pueden producir dos efectos, a cuál más popular:
a) efecto bloque de hielo. Mi cuerpo, sintiéndose liberado pero incapaz de reaccionar, se suelta del asiento. ¿Habéis visto alguna vez un bloque de hielo desprendiéndose majestuosamente de un iceberg? Pues igual… bueno, sin el majestuosamente. Digamos que mis amigos creen que estoy muy interesada en el mecanismo que permite desplazar el asiento delantero.
b) efecto bote de almendras de broma. Mis miembros, al dejar de ser sometidos a la presión que les mantenía en su sitio, salen disparados hacia direcciones aleatorias, siendo habitualmente frenados por la cara del amable amigo que ha vuelto a meter la cabeza, interesándose por mí.
Una vez recuperado el control y asumido que no tengo nada que ver con la nueva disputa entablada entre la pareja que se había ofrecido a llevarme, empiezo la operación salida, con una sonrisa que yo diría… distendida. De nuevo dos opciones: si planto el pie en el suelo del coche para semi incorporarme y saltar ágilmente al exterior, mi cabeza, mi nuca y mi espalda, sucesivamente, cual improvisada carraca, se dedican a comprobar la dureza del material con que el hombrecito ese ha construido la estructura de las puertas. Si opto por plantar el pie directamente en la calle, mi digamos parte posterior acolchada se traslada del asiento a la alfombrilla, donde lógicamente rebota, impulsando mi cabeza hacia el techo, de donde consigo desprenderla -sólo con una ligera conmoción- gracias al contrapeso de mi nariz.
Estamos preparando un pequeño viaje a Girona, con unos amigos, para ir a ver a Jordi. Bueno, igual al final resulta que voy yo sola, porque cada vez que he preguntado quién va -para saber quién lleva coche y eso- se ha producido un curioso efecto de dispersión entre la gente requerida. Será que, como estamos en fiestas, tienen otros compromisos.