Conclusiones
Me gusta empezar cosas, abrir cajas, botes y tubos. Desenroscar el tapón de un tubo cualquiera para darle la vuelta, enroscarlo un poquito, volver a quitarlo y ver como el ungüento asoma, aliviado. Coger la arandela del tapón del nesquik y tirar de ella; agujerear el papel del bote de nescafé (
plop!) y dejar que me salten a la cara sus aromas de chocolate y café. Me gusta quitar precintos, papeles, plásticos, bolsas con cositas anti-humedad, trozos de porexpan; abrir sobres, libros y revistas y meter la nariz entre sus páginas para quedarme con un poquito de ese olor a papel, tinta y fotos nuevas.
Cuando compro un tubo nuevo de signal no puedo esperar a que el viejo se acabe, lo abro y saco un poquito para ver si esta vez también estarán las rayas bien puestas. Ya sé que hay muchas otras marcas de dentífrico, con cosas lo suficientemente incomprensibles para un ser humano normal como para ser muy buenos (
nitrato potásico, monofluorfosfato sódico, aloe vera, matricaria chamomilla, odontoblaxina), pero, para mí, usar signal es una cuestión de principios. Y es que esto de las rayitas me tiene maravillada, nunca fallan. Tanto cuando el tubo está turgente e inmaculado como cuando ya no puede sostenerse y, exprimido, parece rendirse sobre el mueble del baño, la pasta siempre sale rodeada de sus serpentinas de colores. Supongo que habrá una explicación técnica, pero que a nadie se le ocurra contármela (me taparé los oídos y cantaré fuerte). Para mí es magia, y ya está.
Pero hay una cosa que no me gusta empezar, el rollo de papel higiénico. Tengo que reconocer que normalmente ya lo estreno de malas, porque el miles por ciento de las veces va precedido por un sonoro “
grfñkfrrmpfgxxñgrr... ¿quién demonios ha acabado el rollo y no lo ha cambiado?”, y acompañado de un bonito pensamiento para los parientes más próximos de mis hijas. O sea, que vale que la cosa ya empieza con nervios, pero, por el amor de dios, ¿con qué lo pegan? ¿con logtite?.
Al principio me armo de paciencia e insisto en tirar de la puntita que queda libre, logrando un bonito efecto confetti en el suelo del baño. Luego, un poco atacada pero respirando hondo y aún contenida, intento colar el dedo por la parte superior de la franja pegada, con la intención de separar (ilusa de mí) sólo una capa, pero
ellos han previsto esta maniobra y han presionado el papel de tal forma, que lo que sería un simple
”zup, zap” se convierte en un infructuoso
”mmmpfff... gñññ...”. Al final (vale, quizás un poco nerviosa) aplico el sistema definitivo: coger el rollo por donde sea y tirar como sea, sin pensar en las posibles víctimas. ¡Y ahí sí le doy, ja! Y no sólo consigo empezar el rollo, además dejo suficientes trozos cortados como para un par de días.
Pero, bueno, como en esta vida todo sirve para algo, gracias a todo esto, he hecho tres descubrimientos:
1. que por mi casa pulula un ser invisible -del que, en todo caso, hablaré otro día- con un solo objetivo en su vida: fastidiar a las hijas.
2. que las adolescentes prefieren seguir tirando del rollo a pesar de que los distintos accesorios y muebles del baño estén cubiertos de trozos ya cortados en el tamaño adecuado.
3. que los rollos de papel higiénico saben sonreír cínicamente.