suspensivos

lo que hay

martes, octubre 28, 2003

Qué cielo

Es lo que tiene levantarse tan temprano, que luego miras por la ventana y ves ese cielo.

El anochecer es distinto; los colores se difuminan y se esconden, estarán cansados.

La mañana tiene esos colores como de plástico vivo; el cielo demasiado azul, las nubes demasiado naranjas y negras. Es como si un vaso de agua se hubiera derramado, arrastrando sobre el papel, al azar, restos de una caja de acuarelas abierta.

Si pintara un cuadro, nunca lo haría con esos colores, pensaría que iba a parecer una pintura de se alquila piso amueblado.
Y, sin embargo, es tan bonito.

Un cielo así... ¿es el presagio de un buen día, o los colores no tienen que ver con esas cosas?

jueves, octubre 23, 2003

Mentiras

Siempre me ha divertido la gente que miente, les encuentro muy graciosos. Con lo fácil que es andar por la vida tranquilo, sin pensar en artimañas y estratagemas... pero ellos, hala, complicándose la vida por ahí.

Hay mentirosos compulsivos o sistemáticos, los mejores. Mi “gran error”, por ejemplo, que iba a ducharse y me decía “si llama fulanito, le dices que he ido a aparcar el coche”, que primero piensas bueno, será que al hombre no le gusta que sepan de sus hábitos higiénicos, pero es que luego se iba a aparcar el coche y me decía “si llama fulanito, le dices que me estoy duchando”. Pero éstos son fáciles, porque le quitas la mitad a todo lo que dicen y solucionado.

Luego están los mentirosos malos o calumniadores. Así de entrada, no parecen muy graciosos, porque mienten para joder y eso está muy feo, pero me da la risa cuando veo el patetismo en el que suelen caer para que la gente les crea, con esos ojos tan abiertos, esa nariz dilatada (que he comprobado que a la mayoría de esa categoría se les dilata la nariz cuando mienten) y esa cara de “de verdad que te lo juro, eh?”. Con éstos sólo hay que esperar a que se descubran solitos (que tarde o temprano ocurre), luego ya nadie les cree para los restos.

También tenemos a los mentirosos convencidos. No son malos, pobrecitos, lo que pasa es que su vida debe de ser aburrida o algo y prefieren versionar las cosas para darle emoción. Pero, claro, lo malo es que se lo creen y luego van por ahí metiendo la pata. Es genial escuchar sus relatos de sucedidos en los que tú has estado presente o de los que has sido el protagonista, te abren nuevas posibilidades que no habías contemplado y, superado el primer momento de estupor, vas haciendo que sí que sí con la cabeza y te partes de la risa.

Finalmente están los tentadores o a-ver-si-cuela. Totalmente inocentones, te mienten para disculparse de alguna tontería (te aseguro que iba a avisarte pero justo en aquel momento explotó una cañería, el perro se puso a ladrar y yo resbalé; mira, mira, si quieres te enseño el morado), para que les dejes pasar a algún sitio (si es que tenía invitación, lo que pasa es que... pero además soy periodista; mira, mira, si quieres te enseño el carnet... vaya, se me ha olvidado la cartera) o para colarse en el super (si no te importa, es que mi suegra se ha venido a vivir a casa y... bueno, que sólo son dos carros de nada) . A ésos sólo tienes que quedártelos mirando sin decir nada y ponerte cómodo para ver como su conversación va derivando hacia diáfanos ”eer... mm... aaa... gññ....” y como se les va perlando la frente. Lo más difícil en estos casos es conseguir que los ojos no te bailen y que no se te escape el pffffff.

Los próximos tres días voy a ver a un montón de ésos últimos. Me toca de nuevo trabajar en el Salón del Manga y hay que ver de lo que son capaces algunos para ver gratis el culet-culeet de Shinnosuke Nohara, el de la clase de los girasoles.

lunes, octubre 20, 2003

Avión

No sólo no me da miedo ir en avión, encima me gusta. Me encanta esa sensación, cuando está a punto de despegar, de motores hiper-revolucionados, como un toro preparándose para embestir. Parece que suelten la cuerda que lo retiene, empieza a correr más y más por la pista y (hop!) se lanza al aire. De hecho, me dan más miedo algunas atracciones de feria, que siempre me imagino que van a empezar a saltar tornillos.

Tampoco es que sea una experta, habré volado unas 12 veces, y, la verdad, nunca hasta el viernes pasado, que fui a Madrid, me había tocado un vuelo diferente.

En Barcelona había un poco de mal tiempo. Nada importante, puesto que incluso había una pista abierta y, a pesar de que más que una pista parecía una piscina, los aviones insistían en salir, por lo que se formó una bonita cola de aparatos listos para despegar en la que, nos dijo el comandante, ocupábamos el número doce.

Pero ya digo, nada grave. Cuando por fin nos movimos un poco, pude ver eso que llamaron –creo- condiciones climáticas adversas. Y es que son unos alarmistas; en realidad no era nada más que una bonita foto de calendario. El suelo se veía precioso, anegado por unos palmos de agua que el viento agitaba dándole un aspecto de mar encabritado. Pero lo más romántico de la imagen era ver como la cortina de agua, empujada por el cálido soplido del viento, a pesar de que el avión iba marcha atrás, chocaba contra las alas como si el aparato fuera hacia delante a toda marcha. Precioso. Y enternecedor. Tanto, que si no hubiera sido porque me dio pereza intentar desincrustar los dedos del asiento delantero, hubiera ido a hablar con el comandante y decirle que esperáramos un poco más, total ya llevábamos una hora de retraso y para qué precipitarse.

Pero despegamos y el vuelo fue tranquilo, sólo nos zarandeamos durante casi todo el viaje.

Voy a confesar que tuve un momento tonto en el que sí pensé que iba a morir. Es que todo cuadraba; me habían dado la fila 14 que, teniendo en cuenta que -por culpa de algún gilipollas supersticioso- la 13 no existe, se convierte directamente en la de la muerte, y dos personas que tenían que venir conmigo cancelaron su viaje a última hora. Yo, que en determinadas circunstancias, tengo una tendencia tonta a prever los titulares de la prensa del día siguiente, me torturé un rato imaginando sus declaraciones: ”Estuvimos a punto de coger ese vuelo, pero nos surgió un imprevisto y cancelamos el viaje” dijo él, conmocionado. ”Se ve que no era nuestra hora” comentó ella, mostrándonos cómo se le ponían los pelos de punta.

El aterrizaje fue tranquilo, y es que, a pesar de que los madrileños me habían advertido “¡huy, que aquí está cayendo una...!” (se nota que no conocen al mediterráneo cuando se pone de malas...), al llegar allí estaba lo suficientemente despejado como para que se distinguieran las luces de los pueblos de unos miles de kilómetros a la redonda.

Ahora tengo otro misterio insondable de ésos que me gustan tanto, en el que aún no había caído. Aparte de la intriga de saber cómo es que una cosa tan grande y pesada vuela y consigue llegar a su destino sin luz ni rayas blancas ni semáforos ni guardias urbanos (bueno, es como lo del signal, en realidad no quiero saberlo), ¿cómo hacen los aviones para ir marcha atrás sin empotrarse contra algo? Porque yo diría que espejos retrovisores no tienen, no?

miércoles, octubre 15, 2003

Cosas que me gustan – 8

Me gusta mi hermana.

Montse es mi hermana mayor, la mayor de las hermanas, la mayor de las amigas, la mayor de las personas.

Montse me regaló (a escondidas) ese libro que yo pedía insistentemente y nuestros padres me negaban (eres demasiado pequeña), aconsejó mis dudas, aplacó mis curiosidades y me dejó dormir en su cama esas noches en las que yo creía que los relámpagos se me iban a llevar.

Montse y yo jugábamos a guerras de pies, nos escapábamos por la ventana para ir a comprar pipas, nos peleábamos como monas, nos consolábamos de las broncas con nuestros padres y bebimos vinagre una noche que nos despertamos sedientas y, demasiado perezosas para bajar al baño o a la cocina, rebuscamos líquidos potables por el desván (traguitos cortos, sacudida de cabeza, sabor a transgresión). Su cara seria y morena, tan guapa, merodea por casi todos mis recuerdos.

Montse y yo hicimos caso de la famosa ley de vida y nos distanciamos físicamente, cada una a lo suyo, pero sus ojos siempre estuvieron mirándome. Me dio palabras y cariño y pude salir corriendo porque sabía que ella me estaba esperando al otro lado.

Montse y yo no nos vemos mucho, cada una a lo suyo de nuevo, pero siempre me acuerdo de ella y sé que ella se acuerda de mí. A veces me gustaría convertirme en justiciera, coger una espada e ir a espantar las cosas que la ponen triste o que la cansan.

Montse es mi hermana mayor, la mayor de las hermanas, la mayor de las amigas, la mayor de las personas. No sé si sabe cuánto la quiero.

viernes, octubre 10, 2003

El SdlA y yo

La otra noche me entretuve jugando con unos cuantos tests del SdlA. Empecé con uno que encontré no sé dónde y la curiosidad me llevó a probar más (diccionario en ristre, que hay que ver lo raro que hablan esos ingleses).

Resulta que mi LotR actor ideal husband es Elijah Wood. No está mal. Tendré que compartirlo con Cora pero, ya que lo dice una encuesta, intentaremos superar la crisis familiar que esto pueda provocar.

Y ¿qué LotR character soy?. Evidentemente, visto mi marido ideal, soy Sam. Está bien, Sam es un tipo leal, honesto, nada fantasmón y valiente cuando hace falta... vamos, que ya me gustaría.

Siguiendo con esa lógica, mi ideal LotR male mate es Aragorn. Vale, está bien tener un amigo influyente, poderoso, valiente y guapo (he dicho Aragorn, no Viggo Mortensen).

También encontré un generador de nombres. Mi nombre hobbit es Berilac Gamgee from Tighfield. Tengo nombre de todo pero, puesto que se supone que soy Sam, me ceñiré al de hobbit (además, al de orco -Bagsnak the Sleek- no le veo el qué... hmm... ¿sleek?).

Luego vino lo bueno, averiguar qué villain soy. Con lo que me gustan los malos de las películas... iba contestando anhelante ¿Saruman? ¿Sauron? ¿Balrog? ¿Ella?, ay, ay... Submit. Esperé unos segundos eternos y la pantalla se iluminó con un:

You're Orlando Bloom! The most dastardly villain that Middle-earth has ever known, you're very dorky and have weird haircuts. You also like falling out of buildings and engaging in other bone-breaking activities.

miércoles, octubre 08, 2003

Sigamos...

La señora oronda del abanico demostró, cuando pocos días después volvimos a coincidir, que mi teoría de que el exceso de chec-chec no se debía a un sofoco veraniego sino a esa especie de competición que describí, era cierta.

Los asientos del tren no son precisamente anchos y, si puedo elegir, prefiero sentarme al lado del pasillo, así prevengo que personas que podrían ser definidas como abultadas me encajen contra la pared de ese tren miseria. Ese día, no sé por qué, me senté al lado de la ventanilla y ella, que venía detrás de mí, se sentó a mi lado. ”Cielos”, pensé (quizás habría que aclarar que la descripción de “oronda” es fruto de la buena educación que me dieron las monjas del colegio).

Pero mi inmovilización no duró mucho. Un par de paradas después, se bajó alguien de otro bloque de asientos y ella se apresuró a ocupar el asiento vacío. Hay personas que parecen necesitar justificarse cuando llevan a cabo alguna actividad que podría ser interpretada como “no normal del todo”, o quizás piensan que a los demás nos importa. La señora oronda, para suerte mía, o era de ese tipo o viajaba con su amigo imaginario, porque dijo en voz alta algo así como ”uf, me cambio porque en ese asiento da aire frío”.

Puedo asegurar que las condiciones climáticas eran prácticamente las mismas que el día de autos; en el exterior los metales goteaban cual cuadro de Dalí y en el interior los viajeros componíamos la música del próximo espectáculo de Lord of the dance a base de castañeteos de dientes. También puedo asegurar que el resto del viaje mi cara, ya guapa de por sí, ganó mucho con el atractivo que dan las sonrisas de triunfo.

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El ladrón de *mi* tiempo me reencontró en septiembre. Yo estaba apuntando una cosa en la agenda y su sonoro ”hola!” me hizo tachar media página de la alegría.

”¿Qué tal las vacaciones?”. Ni siquiera me dio tiempo a pensar qué tópico le contestaría, ”¡mi hijo ha estado en Rusia!”. Plegó los brazos por encima de su estómago (sí, también se podría describir como orondo) y tomó aire esperando, supongo, algo como ”ah, si?”, pero bajé la cabeza y continué escribiendo. ”Vaya, ¿qué haces?”, soltó un poco desanimado, ”huy, perdón, es que si no se me olvida” y apliqué (pero por escrito) la táctica que mi amiga Marta y yo usábamos cuando nos aburríamos en algún lugar pero no queríamos que se notara: ”Uno dos tres, jajaja” “¿siete ocho cuarenta?” “no, no, veinticuatro treinta y dos, jeje” “no me digas que veintisiete...!” “que sí, trece”. Me pasé medio camino haciéndome la interesante y llenando la agenda sin descanso, no fuera a ser que... porque cuando me paraba un poco le veía como removerse.

Luego subió al repleto tren mi amiga y a él, como el caballero-de-los-que-ya-no-quedan que presume ser, no le quedó más remedio que cederle su asiento. Y ahí estuvo, aguantando el resto del viaje encima de sus patitas rechonchas. ¡Oh! Olvidaba decir que yo, debido a la educación ésa de las monjas, lo guardé todo y me puse a charlar con ella.

Al día siguiente le vi montándose en otro vagón. No sé por qué.

lunes, octubre 06, 2003

Tu rai

Ayer volvió a pasar, rozándonos. Se llevó a la madre de María, la amiga de Cora.

Estás viendo la tele y dejas de respirar, todo es inútil. ¡Vuelve!, nada.

Estás paseando, riendo y comiendo castañas con tus amigos y una llamada te jode la vida. Eh, ya no tienes madre.

Abrazar, llorar, hablar, no dormir, dolor y cansancio.

A veces, las cosas juegan a amontonarse en tu espalda. Yo, hoy voy a jugar a ser humana.

Cuando salgo a comprar el periódico paso por delante de unas pompas fúnebres. Lucho contra una poderosa urgencia de entrar y darme por vencido.
Tibor Fischer, Filosofía a mano armada

miércoles, octubre 01, 2003

Conclusiones

Me gusta empezar cosas, abrir cajas, botes y tubos. Desenroscar el tapón de un tubo cualquiera para darle la vuelta, enroscarlo un poquito, volver a quitarlo y ver como el ungüento asoma, aliviado. Coger la arandela del tapón del nesquik y tirar de ella; agujerear el papel del bote de nescafé (plop!) y dejar que me salten a la cara sus aromas de chocolate y café. Me gusta quitar precintos, papeles, plásticos, bolsas con cositas anti-humedad, trozos de porexpan; abrir sobres, libros y revistas y meter la nariz entre sus páginas para quedarme con un poquito de ese olor a papel, tinta y fotos nuevas.

Cuando compro un tubo nuevo de signal no puedo esperar a que el viejo se acabe, lo abro y saco un poquito para ver si esta vez también estarán las rayas bien puestas. Ya sé que hay muchas otras marcas de dentífrico, con cosas lo suficientemente incomprensibles para un ser humano normal como para ser muy buenos (nitrato potásico, monofluorfosfato sódico, aloe vera, matricaria chamomilla, odontoblaxina), pero, para mí, usar signal es una cuestión de principios. Y es que esto de las rayitas me tiene maravillada, nunca fallan. Tanto cuando el tubo está turgente e inmaculado como cuando ya no puede sostenerse y, exprimido, parece rendirse sobre el mueble del baño, la pasta siempre sale rodeada de sus serpentinas de colores. Supongo que habrá una explicación técnica, pero que a nadie se le ocurra contármela (me taparé los oídos y cantaré fuerte). Para mí es magia, y ya está.

Pero hay una cosa que no me gusta empezar, el rollo de papel higiénico. Tengo que reconocer que normalmente ya lo estreno de malas, porque el miles por ciento de las veces va precedido por un sonoro “grfñkfrrmpfgxxñgrr... ¿quién demonios ha acabado el rollo y no lo ha cambiado?”, y acompañado de un bonito pensamiento para los parientes más próximos de mis hijas. O sea, que vale que la cosa ya empieza con nervios, pero, por el amor de dios, ¿con qué lo pegan? ¿con logtite?.

Al principio me armo de paciencia e insisto en tirar de la puntita que queda libre, logrando un bonito efecto confetti en el suelo del baño. Luego, un poco atacada pero respirando hondo y aún contenida, intento colar el dedo por la parte superior de la franja pegada, con la intención de separar (ilusa de mí) sólo una capa, pero ellos han previsto esta maniobra y han presionado el papel de tal forma, que lo que sería un simple ”zup, zap” se convierte en un infructuoso ”mmmpfff... gñññ...”. Al final (vale, quizás un poco nerviosa) aplico el sistema definitivo: coger el rollo por donde sea y tirar como sea, sin pensar en las posibles víctimas. ¡Y ahí sí le doy, ja! Y no sólo consigo empezar el rollo, además dejo suficientes trozos cortados como para un par de días.

Pero, bueno, como en esta vida todo sirve para algo, gracias a todo esto, he hecho tres descubrimientos:

1. que por mi casa pulula un ser invisible -del que, en todo caso, hablaré otro día- con un solo objetivo en su vida: fastidiar a las hijas.

2. que las adolescentes prefieren seguir tirando del rollo a pesar de que los distintos accesorios y muebles del baño estén cubiertos de trozos ya cortados en el tamaño adecuado.

3. que los rollos de papel higiénico saben sonreír cínicamente.