AVENTURA
En la tele, últimamente, han proliferado esos programas que nos deleitan con las fantásticas expectativas de los deportes de aventura. Parece ser que nadie que se precie puede haber sobrepasado los veinti-x sin haberse roto algún hueso saltando de un avión o sin haber tenido que estar conectado unos días a un pulmón artificial por haber tratado de remontar una catarata a nado.
Intenta acudir a la reunión post-verano de amigos sin haberte paseado por las rutas secretas del Tíbet o sin haberte lanzado por una tirolina de seda desde el K2 y sabrás lo que es sentirse solo.
Y, claro, como mi currículum deportivo y mi álbum de fotos no son precisamente para publicarlos en el guinness, estaba empezan-do a volverme huraña y antisocial, para evitar vergüenzas públi-cas. Pero un día mi vida cambió. Fui de compras con mis hijas. Adolescentes. Y sin oxígeno.
Me río yo de Pérez de Tudela y de los reporteros de guerra de la CNN. Já.
Una de mis hijas sabe perfectamente lo que quiere, lo tiene clarísimo, y eso está muy bien, es fantástico. Lástima que parece ser que los fabricantes no lo han previsto. La simple compra de unos pantalones ridiculiza las anécdotas de los exploradores de la Australia interior. Empiezo con mucha moral y vamos a ver en aquella tienda "
que seguro que los tienen", pero no. Se parecen, son casi iguales, pero… no. Y vamos a otra tienda y a otra y a otra y a todas. "
Esos no estaban mal, pero no sé...". Y todo eso, sin ni siquiera sacarlos de la percha.
Yo no soy una persona que se desespere fácilmente, o sea que nos vamos a la gran capital ("
ahí, seguro"). Vamos a unos grandes almacenes, y la capacidad de síntesis de mi hija es asombrosa. Hay miles de pantalones, nunca hubieras podido ni siquiera imaginar que pudiera haber tantas marcas, tantos modelos, tantos colores, pero ella no necesita más de 3 segundos para pronunciar la palabra fatal: "
No". Al principio, me obstino y digo que no lo ha mirado bien, que mira allí, que estás segura, que fíjate en aquel rincón... Misión imposible. No.
¿Os habéis emocionado alguna vez viendo una puesta de sol en el océano índico, bajo una palmera, con siluetas de delfines saltando en el horizonte y un buen amante susurrándoos cositas dulces a la oreja? Entonces sabréis lo que siento cuando mi hija dice “
quiero esto”.
Mi otra hija es mucho más receptiva. Por decir algo. Le gusta todo. Pero, claro, todo no se lo puede llevar. Pues nada, eso tiene fácil arreglo: se coge algo, se prueba y se elige.
Si alguna vez en una tienda os parece ver un montón de ropa que anda solo, saludadle, seguramente seré yo, yendo hacia el probador. Pero me quejo de vicio, total sólo estoy unos 1.327 minutos esperando, cambiando el peso de mi cuerpo de una pierna a otra, aguantando miradas ultratraspasadoras e irradiando rictus de sonrisa hacia las dependientas que me apartan del medio con amables empujones.
Pero no todo es malo, nuestras incursiones en la moda de las nuevas temporadas tiene un aliciente cultural-social añadido; las cajeras, muy atentas, me dan la oportunidad de interrelacionarme con ellas practicando el lenguaje de los signos. Es un gesto muy amable por su parte, total, la música no está tan fuerte.
Creo que por las cadenas de ropa juveniles deben circular nuestras fotos, como las del empleado del mes, pero –digo yo- con otra leyenda.