Maltratos
Las opiniones de la iglesia me preocupan tanto como saber qué van a construir en la zona cero de NY, pero estoy siguiendo aterrorizada las noticias que salen en la prensa estos días sobre malos tratos y nulidad del matrimonio.
Cuando se arguyen (y aceptan) motivos de nulidad que ponen los pelos como escarpias, causa estupor que Ricard Maria Carles, cardenal arzobispo de Barcelona, afirme que "el matrimonio comporta sacrificios y dificultades" y que los malos tratos no son una razón suficiente para declarar su nulidad.
O sea, que si una mujer desesperada y magullada acude a su parroquia para pedir ayuda, la deben enviar de vuelta para casa con un "ay, ay, ay, ten paciencia y no seas tan mala".
Solemos tener una opinión formada de las cosas, que vamos pregonando tranquilamente sin saber, a veces, de qué estamos hablando. Todos pontificamos sobre los malos tratos, pero poco sabemos realmente.
Parece fácil ¿verdad? "joder, que lo abandone" "uy, yo no aguantaría" "a mí, es que me pone la mano encima y…".
Poco sabemos lo que siente una mujer cuando su marido (su compañero, su amigo, su refugio) se convierte en una bestia que la odia. Poco sabemos del terror que la invade cuando oye el ruido de la llave en la puerta, cuando intuye que acaba de hacer un comentario que a él no le ha sentado bien, cuando ha olvidado comprar peras, cuando… cada mañana, cada noche, cada momento del día.
Joder, qué soledad.
El maltratador es, públicamente, encantador. Y muy hábil. Sabe jugar con su víctima; como a un perro, sabe rascarle la cabeza en el momento adecuado, para que vea cuánto le importa, cuánto la quiere, cuán arrepentido está; sabe minar su autoestima para que crea en él.
Y la maltratada se enfrenta a su peor enemigo: ella misma. Avergonzada, no puede hablar con nadie. Arrepentida, se convence de que la culpa es suya, de que tiene que ser más buena, más complaciente, más seductora, más comprensiva, más y más y más.
La policía no ayuda. La justicia no ayuda. La sociedad no ayuda. Sí, vale, somos muy buenos y nos planteamos ayudas en forma de –si no lo tiene- dinero, trabajo, casa. Pero todo esto es material, secundario. Y sólo sirve para las que han superado lo más difícil, enfrentarse a ellas mismas.
No sirve de nada decirles "tienes que dejarle" "no te quiere" "no tienes por qué aguantar" "no seas tonta". Al contrario, nuestras palabras, nuestros consejos pueden provocar una actitud de rechazo a nuestra prepotencia que la haga convencerse de que no es así, de que tú qué sabrás, y la haga aferrarse a su vida, a su error, a él –que, en el fondo, "es el único que me comprende".
Lo único que necesita –lo que va pidiendo a gritos- es que la quieran, que la valoren, que la hagan reír, que la comprendan, que se callen. Ella sabe, y sólo necesita creer en el mundo para reintegrarse a él. Claro que podemos cogerla del pelo y sacarla de su casa -probablemente es lo mejor que podemos hacer, porque ella sola no será capaz-, pero no servirá de nada si no hemos conseguido que vuelva a creer en nosotros. Y aún así, será un lastre que arrastrará para el resto de su vida. No es fácil olvidar.
Como es habitual en mí, me he calentado y me he desviado del tema. Juan José Ajenjo, portavoz de la conferencia episcopal, dice que la violencia doméstica "es un asunto sobrevenido a la celebración del matrimonio" por lo que "probablemente, ese sacramento era totalmente válido". Tonta tú por no haberle preguntado antes de casarte, bajo la luz de la luna.
En realidad, no me preocupa que un matrimonio se pueda anular o no porque haya maltratos. Qué importa, la anulación, si tú ya eres libre.
Pero es increíble que la iglesia pueda ser tan insensible, tan de fuera de este mundo, tan hipócrita. Y luego hablan de Pilatos.